domingo, julio 23, 2006

resumen de Veine by Lino

RESUMEN DEL LIBRO: COMO SE ESCRIBE LA HISTORIA. ENSAYOS DE EPISTEMOLOGIA

AUTOR: PAUL VEYNE

En este brillante ensayo Paul Veyne planeta los grandes problemas acerca de cómo se escribe la historia. A lo largo de las tres secciones en que se divide la obra (dedicadas al objeto, la comprensión y el progreso de la historia), las reflexiones y las críticas abarcan un amplio ámbito de cuestiones, enriquecido siempre por ejemplos concretos: el campo histórico es indeterminado y desborda las estrechas fronteras que la historiografía tradicional le había asignado; los acontecimientos no son cosas, sustancias o totalidades sino nudos de relaciones; la explicación histórica, de naturaleza descriptiva, se ocupa de organizar el relato con una trama comprensible, mezcla de azar, causas materiales y fines, y no guarda relación alguna con la explicación científica de carácter hipotético-deductivo; las teorías y los modelos de la historia sólo son resúmenes de las tramas, mientras que sus conceptos carecen de límites precisos y son únicamente imágenes genéricas; la síntesis histórica funciona como un mecanismo de retrodicción, que trata de averiguar el papel desempeñado por la inducción y la causalidad; la historia carece de método, dada su incapacidad para formular sus experiencias en forma de definiciones, leyes y reglas, y nunca podrá llegar a ser una ciencia; la sociología es una pseudociencia y, a lo sumo, un rótulo más de la historia, etc.

“La historia carece de método; pedid, si no, que os lo muestren. La historia no explica absolutamente nada, si es que la palabra explicar tienen algún sentido; en cuanto a lo que en historia se llama teorías, habrá que estudiarlo con más detenimiento. Entendámonos. No basta con afirmar una vez más que la historia habla ‘de lo que nunca se verá dos veces’; tampoco se trata de sostener que la historia es subjetividad, perspectivas, que interrogamos el pasado a partir de nuestros valores, que los hechos históricos no son cosas, que el hombre es comprendido y no explicado, que no es posible una ciencia del hombre. En definitiva, no se trata de confundir el ser y el conocer; las ciencias humanas existen realmente (o, al menos, aquellas que merecen con justicia el nombre de ciencia) y, así como la física fue la esperanza del siglo XVII la de nuestro siglo es una física del hombre. Pero la historia no es esa ciencia, ni lo será nunca”

De esta manera tan abrupta prologaba Paul Veyne en 1971 su obra Cómo se escribe la historia. La intervención de Veyne se produce en un momento extraño tanto en el campo de la propia historiografía como en el de la epistemología. Las distintas vertientes de ese extraño fenómeno literario llamado “historia total” comenzaban a presentar claros síntomas de cansancio.

Veyne escribe en un momento extraño en el que muchas nuevas “ciencias” muy exóticas e ideologizadas (semiótica, genealogía, psicoanálisis, etc.) padecían una extraña ansiedad legitimatoria destinada irremisiblemente al fracaso. Por regla general, hoy se suele aceptar que la escuela de Annales sucumbió a este ambiente intelectual justo en el momento en que triunfaba institucional y académicamente, como tan agriamente ha señalado Fontana.

A pesar de que Veyne se mueve en este bituminoso ecosistema intelectual (considera que

Foucault, literalmente, ha “revolucionado la historia”) su punto de referencia sigue siendo la historia estructural73. Esto es importante para entender que Cómo se escribe la historia no pretende decir a los historiadores cómo deben hacer su trabajo sino explicarles que, en sus debates metodológicos, no necesitan sumirse en procelosas idealizaciones. Por extraño que parezca, buena parte de los escritos metodológicos historiográficos se dedican o bien a señalar los límites del resto de enfoques o bien a mostrar que, a través de algún misterioso mecanismo, son complementarios, se necesitan y encajan entre sí de un modo tal que la historia como disciplina se parece sospechosamente a esa mirada del Dios de Leibniz74. No es el caso de Veyne. Para él la historia está bien como está y se limita a señalar en qué consisten esos conocimientos y cómo se llega a ellos. Este reconocimiento implica que la pluralidad de escuelas y enfoques es válida y no particularmente problemática. Lo que Veyne ataca son las reflexiones metodológicas de infinidad de historiadores que pretenden dotar de una importancia privilegiada a lo que no es más que el fruto de su interés personal.

En realidad hay buenas razones para pensar que Veyne está en lo cierto; el pluralismo historiográfico es consecuencia de una natural diversidad de intereses de investigación. Sin embargo, como hemos visto, en los últimos años se ha otorgado a esta tesis una relevancia teórica inusitada; se supone que constituye un punto de ruptura respecto a la tradición anterior. Para Veyne la pluralidad era más bien un mecanismo para cortocircuitar las validaciones externas a la indagación empírica, sin importar si esa exterioridad era filosófica, metodológica o ideológica: si cierta investigación da cuenta del inminente advenimiento del socialismo tanto mejor para el socialismo pero eso no hace dicho estudio mejor ni peor, otro tanto ocurre con las monografías supuestamente dialógicas, cuantitativas, estructurales, centradas en la historia oral, feministas, etc.

Conviene tener en cuenta que Veyne no habla tanto para los historiadores como para los epistemólogos78. Intenta hacer comprender a los filósofos de la historia en qué consiste realmente esa historia que ellos tan solo se imaginan. El mismo año que Veyne publicaba Cómo se escribe la historia, Georg Henrik von Wright publicaba Explicación y comprensión tras casi una década de gestación. Esta obra constituye una poderosa sistematización analítica (y por tanto comprensible para los filósofos anglosajones) de las corrientes “hermenéuticas” dyltheianas vinculadas a la filosofía de la acción. El libro de von Wrigth fue un importante acontecimiento intelectual en la medida en que, como veremos, cerraba el círculo de las posibilidades de explicación “cientifista” (utilizo el término con muchos reparos) al ofrecer una alternativa aparente a las corrientes positivistas deudoras de Hempel79 en un sentido que ya había sido anticipado por Dray80. Las oscilaciones que a partir de aquí surgen, en especial la influyente obra de Danto, se moverán en un círculo gnoseológico que Quintín Racionero ha calificado muy elocuentemente de “argumento megárico” en historia81. Por muy grosera que resulte la generalización, en esencia, todos los autores de la filosofía analítica de la historia intentaban no tanto dar cuenta del tipo de conocimiento implícito en la historiografía contemporánea como de salvar la inteligibilidad de los acontecimientos históricos (o sea, su identidad) a pesar de ese conocimiento precario.

Pero Veyne no sólo se enfrenta a esta doble cara, legaliforme o intencionalista, de la filosofía analítica de la historia sino que hace una propuesta positiva de enorme envergadura que casi nunca ha sido adecuadamente reconocida. Por alguna oscura razón, su obra suele ser mencionada de pasada como uno de los defensores de la narratividad sin reparar en que constituye una de las aportaciones más importantes a la epistemología de la historia, a la altura de cualquiera de las obras clásicas y, en mi opinión, con un claro precedente en Croce, un autor que, dicho sea de paso, ha sido sistemáticamente malinterpretado e infravalorado a causa de una máxima tan célebre como, a la luz de los resultados, desafortunada82. Por eso hay que decir que Veyne se aleja también de aquellas corrientes hermenéuticas no analíticas –especialmente Gadamer pero también Heidegger– que han desarrollado un gran interés por la escritura de la historia desde un punto de vista muy diferente al de Von Wright o Davidson. Su problema era (y es) justo el contrario del de los analíticos: la imposibilidad de diferenciar la historiografía, como un saber con alguna carga espitémica determinada, de cualquier otra forma de discurso de estructura narrativa. En este sentido resulta curioso que Veyne no supiera ver un precedente en Althusser (Foucault fue bastante más receptivo), ya que a pesar de la mantecosa prosa de Para leer El Capital la escisión entre teoría e historiografía es uno de sus puntos clave, precisamente el que desató las iras de E. P. Thompson en su libelo Miseria de la teoría.

Por supuesto ni que decir tiene que otras corrientes de la filosofía continental, alejadas del concepto anglosajón de epistemología, tuvieron una gran influencia en Cómo se escribe la historia. El propio Veyne señala el peso decisivo de Raymond Aron, pero también se deja notar la huella de Paul Ricoeur. Ya Historia y verdad se hace cargo de importantes problemas epistemológicos (sin duda más desarrollados en Tiempo y narración) que Veyne plantea, lo de menos es saber si por primera vez, con gran precisión. En realidad, es sabido que Veyne recoge buena parte de su bagaje epistemológico de H. I. Marrou, a su vez radicalmente deudor de la obra de Aron. Marrou, un personalista cristiano, se adscribió a la hermenéutica dyltheiana en un momento francamente incómodo pero, sobre todo, estableció la importancia de una crítica filosófica rigurosa de la historiografía frente a las metodologías de historiadores que, como decía Paul Ricoeur, hablan como “artesanos que reflexionan sobre su oficio”. No insistiré en esta herencia de Veyne ya que implica la referencia obligada a un debate típicamente francés y casi tan absurdo como el de la “dinamicidad” de la historia en el contexto anglosajón. Efectivamente el propósito tanto de Aron como de Marrou es combatir con energía la tradición realista durkheimiana en favor de autores como Simmel o Weber. Si bien es cierto que parte del trabajo de Veyne guarda relación con esta polémica, aquí no nos atañe en lo más mínimo.

La obra de Veyne (al margen del hecho anecdótico de que sea una de las pocas obras epistemológicamente relevantes escritas por un historiador) marca un punto crucial en la filosofía de la historia. No creo que nunca antes se haya señalado con tanta claridad en qué consiste el conocimiento histórico y no en que debería consistir. Hay que tener muy presente que, a pesar de lo que el título de su obra podría sugerir, Veyne no es el Bruno Latour de la historiografía. En ningún caso contrapone la suciedad de la investigación histórica, polvorienta, llena de prejuicios y envidias, a su aspecto tal y como se presenta en los libros de texto. Veyne es un historiador de primer orden que cree firmemente que hay conocimiento histórico pero también que no se parece en nada a lo que la mayoría de los epistemólogos se ha esforzado en discutir. Es un hecho que los planteamientos de Veyne pueden derivar en argumentos escépticos pero eso no debería ser excusa para dejar de examinar su validez; en todo caso, si sus ideas resultan convincentes habrá que considerar en qué sentido se sigue de ellas necesariamente el escepticismo o si existe alguna salida

gnoseológicamente plausible a las aporías que plantean.

Un saber sublunar

El nervio de Cómo se escribe la historia es la caracterización de la historiografía como un saber que utiliza formas de explicación cercanas a los conocimientos cotidianos y, por consiguiente, distantes en algún grado del tipo de explicación típicamente científica.

Por supuesto, este argumento implica un reconocimiento de hecho de una distinción – discutible en cuanto a su grado pero evidente en sus extremos– entre doxa y episteme, es decir, entre ciencia-conocimiento y opinión-ideología-ignorancia. No importa demasiado el término que se coloque en cada extremo de la oposición ni tampoco el carácter relativo de la disyunción, es decir, el hecho de que nunca haya ignorancia absoluta como tampoco hay conocimiento absoluto. La idea de que incluso cuando señalamos y nos limitamos a decir “ahí” hay una especie de saber primitivo en juego (una “certeza sensible”) o de que, paralelamente, cuando utilizamos sofisticados conceptos físicos nos limitamos a aceptar como verdadera una metáfora muerta, marca un extraño punto de encuentro entre Hegel y Nietzsche particularmente característico del mundo que nos ha tocado vivir, siempre rodeados de noumeno, siempre enclaustrados en las redes de nuestra propia experiencia. Lo diré de otro modo, lo relevante aquí es aceptar la mera diferencia relativa, la mera distancia, entre conocimiento e ignorancia, sin prejuzgar los límites de cada uno de los términos o su relación. Si se admite esto, es decir, si se rechaza el escepticismo88, no será particularmente difícil aceptar que en algún sentido hay también una diferencia crucial entre los conocimientos que desde Galileo llamamos “científicos” y típicamente la “física matemática” y otro tipo de saberes (medicina, crítica literaria, técnicas deportivas, estategia militar, etc.). De nuevo, sería una petición de principio establecer desde este momento qué

saberes tal y como los conocemos hoy día son los que están al margen de la “ciencia” propiamente dicha y cuáles no o, peor todavía, cuáles son los criterios para su inclusión o exclusión: esto es precisamente lo que hay que discutir. Lo que Veyne intentaba demostrar es que la explicación histórica es substancialmente diferente de la explicación científica y eso ni siquiera exige aceptar que haya efectivamente conocimiento científico sino tan solo que pueda haberlo. Una manera de enfocar el asunto es mantener que en historia no hay explicaciones en absoluto, pero creo que esto da una idea de uniformidad descriptiva que no se corresponde con las muy distintas formas de estudiar la historia. Por eso me parece más adecuado hablar de dos modos muy distintos de explicar.

Veyne se da cuenta con precisión de que el objeto del saber histórico, aquello que interesa a los historiadores y aquello de lo que hablan los historiadores, no se puede dar de antemano como definido sino que responde a un perspectivismo que en sentido estricto es insuperable a pesar de que, como veremos, la continuidad de la investigación atenúa notablemente sus efectos. Por supuesto, se puede mantener en distintos sentidos que también los científicos consideran su objeto de estudio desde una cierta perspectiva.

a) Se puede pensar que la biología, la física y la química observan un mismo objeto (por ejemplo, un perro) desde distintos puntos de vista. Esto no es exactamente así. La biología y la química ven realmente el mismo objeto y no un objeto análogo y es por eso que la una puede “reducirse” a la otra89. Hay una comunicabilidad esencial a los objetos científicos que relativiza la compartimentación de la ciencia.

b) Se puede decir que un astrónomo tiene una perspectiva propia (científica) frente a un astrólogo, un marino o un poeta a la hora de ver un astro.

c) Se puede afirmar que Galileo, Newton o Einstein tenían distintas perspectivas del espacio y del tiempo.

Tal vez la objeción más fructífera sea la de b). Pues, en efecto, no hay que pensar que eso que desde Galileo llamamos “ciencia” es una especie de superperspectiva que aúna todas las demás sino, más bien, una perspectiva particular a la que llamamos “verdad” –y es francamente difícil encontrar buenos argumentos en favor de ese nombre, tan difícil como la historia de la filosofía–, pero que ni mucho menos agota el objeto real. En caso de que no sea posible acceder a este dominio, como es el caso de la historia contemporánea, no hay por qué pensar en una diferencia esencial de los acontecimientos sino, más bien, del tipo de conocimientos que estamos poniendo en juego para enfrentarnos a ellos, y habrá que pensar en qué sentido calificaremos de verdaderos o de falsos esos conocimientos (de eso trata todo este embrollo, a fin de cuentas).

Desde el punto de vista de su justificación, la perspectiva desde la que hablan todas las teorías científicas no sólo es única91 sino que internamente no es ninguna perspectiva. Por supuesto, se podría decir que esta característica -su pretensión (ya se considere loable o arrogantemente teológica) de no ser una perspectiva más sino un forma de ver las cosas radicalmente distinta- es justamente lo que caracteriza la perspectiva científica. Sin embargo, se trata de un recurso al infinito que deja las cosas exactamente igual que estaban. Con independencia de que la ciencia sea una manera más de ver el mundo o una instancia privilegiada para acceder al ser de las cosas, lo cierto es que en sus dominios los objetos aparecen como dados en virtud de que son considerados matemáticamente92 y las posibles perspectivas que se pueda desarrollar respecto a esos objetos dados en nada alteran el objeto de estudio propiamente dicho desde el punto de vista de su justificación. En otras palabras, si bien los “graves” actuales tienen muchas más propiedades que los de Galileo e incluso podemos considerarlos desde distintos puntos de vista teóricos, siguen siendo el mismo objeto de conocimiento (una pura fórmula matemática), por eso la física actual tiene algo que decirse con Newton y nada con Aristóteles. La matematicidad, la formalidad radical del conocimiento (¡y de la experiencia!) en física, la ruptura con la experiencia cotidiana, implica la posibilidad de considerar los objetos de estudio desde el punto de vista de un ideal normativo que, si se prefiere, se puede situar como hace Peirce en una comunidad ideal de investigadores futuros. En cambio, en historia las perspectivas son constitutivas, sólo por analogía se puede decir que la batalla de Fabrizio y la de Napoleón son la misma, por mucho que el conjunto de acontecimientos al que hacen referencia sea idéntico. Análogamente, dudaríamos en afirmar que un juego de ajedrez para tres jugadores sigue siendo ajedrez (aunque no hay un límite firme que permita señalar qué modificación es crucial para que deje de ser definitivamente ajedrez) y seguramente consideraríamos que el ajedrez es de algún modo inconmensurable con el parchís (aunque tal vez no con el ajedrez para tres jugadores) en el sentido de que no sabríamos qué hacer con una ficha de parchís en un tablero de ajedrez (y sólo en ese sentido, ya que se pueden establecer muchos discursos razonables comparando ambos juegos). En historia pasa algo parecido, no estoy seguro de que la historia del feudalismo romántica tenga mucho que ver con los estudios cuantitativos de los archivos de Cluny acerca de las oraciones fúnebres; por supuesto, no me atrevería a decir que son inconmensurables pero tampoco me parece un disparate afirmarlo93. En otras palabras, no estoy seguro de que el monje Primat y, por ejemplo, Huizinga hablen para nada de lo mismo y, en todo caso, quien afirme que es así necesitará intervenir crítica y por tanto polémicamente sobre la recepción de la tradición. Esto significa, evidentemente, que el objeto de conocimiento en historiografía está afectado por una notable contingencia e indeterminación que lo aproxima a la explicación cotidiana94. Por supuesto se dirá que, al fin y al cabo, los conceptos de la ciencia se han ido demostrado contingentes a lo largo de la historia, a través de su falsación y que, por tanto, popperianamente, deberíamos derivar de esa característica de la práctica científica la definición de la ciencia en general. La única respuesta posible es que, de nuevo con Peirce, lo conceptos de la ciencia son estructuralmente sincrónicos en virtud, por ejemplo, de su referencia a una comunidad ideal de investigadores futuros: se puede pensar la estructura de estructuras en la que finalmente esos conceptos sean verdaderos. Dicho de otro modo, la lógica de la investigación científica no es necesariamente igual que la lógica del conocimiento científico. Por su parte, el caso de la historia resulta bastante más complejo pues el tipo de explicación que entra en juego no sólo va mostrando su contingencia a medida que avanza la investigación historiográfica sino que es sincrónica, estructuralmente polémica95. Los objetos de estudio historiográficos no tienen de suyo una identidad definida sino que se construyen polémicamente. Si abundamos en el anterior ejemplo basado en los juegos de mesa, se puede caracterizar el tipo de identidad que caracteriza el objeto de estudio historiográfico en términos de mero parecido de familia.

La característica del conocimiento histórico, se encuentra el hecho de que los historiadores se interesen típicamente por el estudio de “acontecimientos” concretos (sea la formación de una civilización en torno al Mediterraneo, Waterloo o la nariz de Cleopatra). Así, por ejemplo, dice Veyne, si Juan sin Tierra pasara por delante de nuestros ojos: “Al verlo pasar por segunda vez, el historiador no diría ‘ya lo sé’ como dice el naturalista ‘ya lo tengo’ cuando se le entrega un insecto que ya posee. Esto no significa que el historiador no piense con conceptos como todo el mundo, ni que la explicación histórica pueda prescindir de modelos como “el despotismo ilustrado”. Es decir, cada uno de los acontecimientos, sin importar su generalidad, es de suyo relevante (es decir, interesante para su estudio) y no como ejemplar inductivamente significativo de un género universal, como ocurre en ciencia. Dicha réplica al cientifismo se corresponde punto por punto con la objeción clásica al proyecto de una filosofía sustantiva de la historia; un proyecto que, pese a lo que comúnmente se afirma, Marx rechazó con particular claridad.

Tiene especial importancia la última parte de la anterior cita de Veyne. Este interés por la concreción no significa que los historiadores se limiten a toparse aleatoriamente con hechos. Como decía Lucien Febvre, “el historiador no va rondando al azar a través del pasado, como un trapero en busca de despojos, sino que parte con un proyecto preciso en la mente, un problema a resolver, una hipótesis de trabajo a verificar”99. La historiografía utiliza dispositivos conceptuales que en ocasiones alcanzan una gran complejidad, al igual que cualquiera de nosotros en nuestra vida diaria. Lo que intenta señalar Veyne es que los conceptos y modelos de la historiografía no son formalmente como los de los científicos.

Esto no significa que, si estamos particularmente ociosos, no podamos “formalizar” los conocimientos históricos100, el problema es que el objeto de investigación no se ciñe (como en el caso de la física) a ciertas condiciones de la formalidad que la hacen fructífera y, así, resulta insignificante. En historia cualquier derivación formal que no sea trivial está sujeta a objeciones extra-formales porque lo que se cuestiona constantemente son las premisas mismas. Se trata de un asunto particularmente bien estudiado por Leibniz en su sistematización metafísica del futuro contingente aristotélico

En historia la generalidad tiene un contenido gnoseológico incomparablemente menos rico que cualquier concreción. Aquí la intensión guarda con toda claridad una relación inversa con la extensión. Hay que hacer un matiz fundamental para que esto tenga sentido y es recordar lo que al principio afirmábamos: el “acontecimiento” histórico no está definido de antemano. No importa mucho si el objeto de conocimiento es espacio-temporalmente inmenso o apenas abarca unos pocos metros durante unos instantes, lo crucial es precisamente su carácter espacio-temporalmente determinado. Como veremos esto significa

que no hay algo así como “hechos históricos” previos al conocimiento histórico. En cualquier caso el concepto de acontecimiento, como objeto de conocimiento de la historiografía, no coincide con esa noción intuitiva de “acontecimiento” vinculada a una comprensión cotidiana de la acción humana. No analizaré las formas en que se han definido los distintos tipos de acontecimientos y su nivel de generalidad, basta con reparar en el hecho de que, en principio, no hay ninguna razón para pensar que la revolución francesa, el arrabal urbano, la muerte de Julio César o el proceso de alfabetización en la Edad Media son objetos de estudio con alguna diferencia esencial. Es decir, cuando Veyne afirma que la historiografía se interesa por lo concreto, no deberíamos presuponer ningún rango en un árbol de Porfirio. En principio los hechos que rodean la vida de un individuo no son más concretos ni están más definidos que un proceso secular. Así, la indeterminación del objeto de estudio de la historia es previa a la demarcación del nivel relativo de generalidad de ese objeto. En este sentido, los tres tipos de historia de los que habla Braudel sufren por igual la indeterminación del objeto de estudio y si hay alguna diferencia entre ellos habrá que aportar argumentos adicionales107. De alguna manera la historia estructural es tan “particular” como la historia de un molinero.

Así pues, en la afirmación de Veyne “la historia se interesa por lo concreto”, la disyunción abstracto-concreto responde a un criterio epistemológico y no ontológico. Esto es, no significa que deba interesarse por la salud de los prisioneros de la Bastilla antes que por la revolución francesa sino que del estudio de la revolución francesa no cabe deducir nada de la revolución rusa. En este sentido, la concreción de los conceptos de la ciencia reside en su capacidad para abstraerse del infinito perspectivismo que suscita lo real en nuestra experiencia cotidiana. El contenido epistemológico concreto de, por ejemplo, el concepto de fuerza tiene que ver con su matematicidad, esto es, con el hecho de que no pertenezca a ningún ente en concreto sino a una gran pluralidad. Mientras en historia ceñirse al ahí es el único modo de averiguar algo (sin prejuicio de que ese ahí sea un proceso de larga duración

o incluso de dudosa existencia como la Guerra del Peloponeso o el arte radical), en ciencia es imprescindible romper con la conciencia sensible hegeliana. La historia es un saber en el que el perspectivismo es constitutivo y, por eso, la certeza sensible, el máximo nivel de vacuidad, el ahí ostensivo, son justamente los modelos abstractos como “revolución”, “burgués”, “imperialismo” o “soldado español”. A diferencia de la falsa concreción de la certeza sensible aquí esta “falsa abstracción” se presenta como un intento de eludir la investigación histórica de lo que realmente sucedió en todos y cada uno de sus detalles.

La indeterminación del campo de lo histórico afecta al hecho de que no se pueda hacer una reconstrucción coherente de los niveles de generalidad, estos permanecen como enfoques diferentes y no como una sucesión de conjuntos menores, como una serie de muñecas rusas que llega hasta la muñeca individual. Por mucho que sepamos de todas las aldeas mediterráneas no surgirán de suyo enfoques estructurales y, viceversa, la larga duración nada nos dice en principio de la microhistoria. Aunque, una vez más, nos movemos aquí en el horizonte de la justificación epistemológica. En la práctica, las grandes interpretaciones estructurales tienden a exigir una inmensa labor de investigación de casos particulares (como demuestra la vida de estudio de Marx o Braudel). Lo que ocurre es que la estructura final es menos una síntesis de esos casos que una selección de los significativos según unos criterios de un nivel gnoseológico distinto.

Perspectiva y relativismo

El argumento de la indeterminación del objeto de estudio de la historia plantea ciertos problemas gnoseológicos graves. En palabras de Veyne: “¿Cómo hacer que un hecho sea más importante que otro? ¿Acaso no es todo una nebulosa grisácea de acontecimientos singulares?”108. Este es sin duda el punto crucial del debate. Hasta ahora, sólo hemos trazado:

a) Una distinción entre el objeto de estudio y el objeto real, tanto en historia como en ciencia aunque de distinto signo en cada caso.

b) Una distinción entre el objeto de estudio de la ciencia y cualquier otro objeto de estudio propio de la explicación cotidiana (historia, estética, política, filosofía, etc.). En ningún caso hemos establecido la falsedad o futilidad de este segundo tipo de conocimiento y ni siquiera hemos aventurado una forma clara de distinguirlo del científico. Tan sólo hemos afirmado que hay una distinción fenomenológica. Llegados a este punto, lo fundamental es aclarar como se puede llegar a alguna clase de conocimiento en historia si el objeto de estudio adolece de la “corrupción” sublunar que establece b). Si todos los hechos son igual de importantes será imposible establecer esa clase de núcleo estable de inteligibilidad al que llamamos conocimiento. Por supuesto hay que tener muy presente lo que hemos establecido en a): no buscamos acontecimientos de suyo relevantes que nos permitan organizar la historia real al modo de las filosofías de la historia; hablamos siempre del campo de fenómenos al que se enfrenta el historiador tras elegir un tema de estudio que, por su parte, guarda distintos parecidos de familia –y, en consecuencia, diferencias– con otros temas de estudio109. Dado que no se puede realizar la operación de reducir los fenómenos históricos a un puñado de elementos con unas pocas propiedades definidas con las que operar (la mera extensión, como quería Descartes) y, por consiguiente, todas sus dimensiones parecen ontológicamente igual de relevantes, el conocimiento histórico parece estar sujeto a un perspectivismo fenoménico radical. Esto parece un buen argumento a favor del escepticismo en historia110. Una primera objeción a esto podría ser que, precisamente porque los conceptos no están saturados, muy leibnizianamente el perspectivismo no implica un relativismo. Los puntos de vista, aunque puedan ser opuestos, literalmente no pueden ser contradictorios y, por tanto, siempre cabe discutir racionalmente tanto los presupuestos de los puntos de vista como proponer nuevas opciones adicionales que muestren que la oposición no era tan necesaria como parecía. No obstante la respuesta de Veyne es más prolija: Esto es, dada la elección del campo de estudio, la organización de ese campo aparecerá con ciertas constricciones objetivas. De la convicción de que en historia nunca podamos desgranar unívocamente las partes objetivamente dadas de un acontecimiento complejo para mostrar su articulación -ya que ni el todo ni las partes en cuestión están dados de antemano- no se sigue la tesis absurda de que no podemos saber nada del mundo histórico. Del hecho de que no haya átomos históricos, individuos desnudos cuyos movimientos podemos recomponer hasta articular las civilizaciones, no debería seguirse que los objetos de estudio están vacíos, sin ninguna clase de entramado objetivo que los defina: la indefinición lo es del objeto de estudio, de nuestro conocimiento, no de las cosas mismas. Así pues, tenemos que darle la vuelta a la pregunta inicial. Si todos los acontecimientos tuvieran la misma importancia no habría conocimiento respecto de la historia, pero sabemos que tenemos acceso a ciertas formas (todo lo polémicas y débiles que se quiera) de conocimiento del pasado luego no todos los acontecimientos tienen la misma importancia. Ahora, pues, habrá que establecer en qué consiste esa diferencia o, lo que es lo mismo, en qué consiste “conocer” en historia.

Dicho llanamente, lo que Veyne nos recuerda aquí es que, en cada terreno de investigación determinado, no todos los hechos tienen la misma importancia aunque sean equivalentes en términos generales. Esto es más complicado de lo que parece pues, en efecto, se da un fenómeno de retroalimentación: la elección y la definición del objeto de estudio, y por tanto la determinación de los fenómenos relevantes, son tan polémicas como las formas en que se articulan esos hechos. Por así decirlo, lo que aquí nos interesa es que aceptar que hay conocimiento histórico significa aceptar que algunos hechos son relevantes y otros triviales aunque de ningún modo implica ningún prejuicio acerca de cuáles son esos hechos. Si se quiere expresar desde el punto de vista del contexto de descubrimiento se podría decir que ser historiador equivale a asumir la posibilidad de que sus futuras investigaciones sean susceptibles de discusión racional en virtud de ciertas constricciones externas llamadas “hechos”. Lo que ocurre, claro, es que el proceso de investigación consiste justamente en averiguar y discutir cuáles son esos “hechos” que suponemos que están dados. Pero aun a sabiendas de que no hay un grado cero de la escritura histórica, se puede aceptar esa “organización natural de los hechos” de la que habla Veyne en términos de un reconocimiento general de la existencia de conocimiento histórico aún sin prejuzgar de qué clase es ese conocimiento ni sus condiciones de posibilidad. La “demostración” de esto sólo puede ser ostensiva, lo más que uno puede hacer es señalar los volúmenes de historiografía o tal vez recurrir a una “demostración” refutativa, mostrando que hay posibilidad de error, que algunos historiadores metieron la pata soberanamente. Esto quiere decir que contestar a la pregunta “¿cómo es posible, en general, el conocimiento en historia?” es muy distinto de demostrar que efectivamente hay, en general, conocimiento en historia. Otro asunto distinto es que esa “organización natural” de la que habla Veyne tenga muy poco de natural en sentido estricto. No hay ningún tipo de comprensión puramente ingenua del pasado. Por eso tan a menudo los pioneros, quienes desbrozan algún campo inexplorado, son objeto de pueriles acusaciones de ideología. Quienes vienen detrás tienen el campo ya arado para la crítica, para la discusión académica. Creo que esta ausencia de enfrentamiento directo con el fenómeno es lo que llevó a Croce a establecer su conocida, y a menudo malinterpetada, distinción entre historia y crónica.

Ocurre así que el hecho de que simultáneamente tengamos una gran libertad a la hora de elegir un tema de estudio y de que el conocimiento resultante no sea unívoco sino que esté sujeto a objeciones que no lo “refutan” definitivamente, marca la posibilidad, aunque no la necesidad, de cierta incomensurabilidad entre los objetos de estudio (¡no entre los objetos reales, las propias res gestae!). La amplitud de esa posible incomensurabilidad es justamente lo que hay que discutir aunque ya hemos señalado someramente cómo esta diferencia podía interpretarse en términos de parecidos de familia. Inconmensurable aquí quiere decir, por poner un ejemplo particularmente manido, que no hay argumentos sencillos para decidir si el protestantismo de los capitalistas es una función de la afición de estos al capitalismo o viceversa.

Recapitulemos. Hemos aludido a la aceptación de la fuerza de los hechos como una condición de posibilidad de la historiografía. Como dice Veyne, “el campo histórico se encuentra indeterminado con una sola excepción: todo lo que se encuentra dentro de él tiene que haber sucedido realmente”. Sin duda ese es un primer punto de consenso, una

precondición117. Obviamente los problemas comienzan cuando no se puede alcanzar con satisfacción ni siquiera este primer nivel, como ocurre en el caso del arte, la música y, en general, de aquellas realidades culturales cuya recepción ha sufrido una gran variación a lo largo del tiempo. El problema en estos campos es que las estrategias para que los “hechos” se muestren, es decir, la delimitación del campo de estudio está particularmente sujeta a objeciones incluso de índole estrictamente material118. Las propias estratagemas para que surja esa determinación dada por la realidad del objeto de estudio son radicalmente conflictivas y, a poco que se profundice un poco en la crítica, las identidades tradicionales saltan por los aires119. Por eso, en ocasiones los historiadores del arte se siente legitimados para aceptar un total relativismo y es prácticamente el único ámbito de la historiografía donde ha tenido un influjo real (al margen de las simpatías y veleidades metodológicas de cada cual) el postestructuralismo. Y por eso también son tan abundantes las “tipologías” en historia del arte.

Para Veyne el objeto de estudio del historiador, esa instancia gnoseológica en la que se muestran con distinto relieve los hechos, es una “trama”: “la trama es un fragmento de la vida real que el historiador desgaja a su antojo y en el que los hechos mantienen relaciones objetivas y poseen también una importancia relativa [...] Esta trama no sigue necesariamente un orden cronológico: al igual que un drama interior puede desarrollarse en distintos planos”. La noción de trama como metáfora del objeto de estudio del historiador es muy útil porque libera la “elección” del investigador de cualquier supuesta constricción derivada de las resgestae –una imposible constricción pre-gnoseológica– al tiempo que salva la objetividad y veracidad (en cierto nivel) de la investigación histórica, la muestra articulada según cierta sintaxis. Pero la elección de una trama no sólo presupone una cierta consideración respecto a los hechos internos a esa trama (su índole inteligible) sino también respecto al resto de tramas posibles. La trama es un conjunto de fenómenos no necesariamente consecutivos en los que se observan cotas significativas y que, a su vez, se recorta sobre un fondo de normalidad. Dos tramas distintas, como la ciudad europea o las viudas en la Florencia del siglo XIV, tienen elementos de significatividad y trasfondos de normalidad muy distintos. Los acontecimientos a estudiar no se insertan sobre el majestuoso telón de fondo de la historia universal sino que cada trama implica cierta diferencia respecto al resto de investigaciones posibles. Un nivel evidente de diferenciación será la posición relativa de una trama respecto a distintos contextos, pero otro criterio muy importante es la índole del objeto de estudio. De este modo, la diferencia de las tramas permite la clasificación de objetos de estudio muy distintos en tipos de historiografía ajenos a la epocalidad: micro-historia, historia oral, historia política, historia estructural, etc. Cada una de esas “subdisciplinas” remite a un consenso sobre el parecido de sus distintos objetos de estudio (y no a alguno de los infinitos malentendidos sobre el “método”). Así pues esta diferencialidad no saturada permite también formas de identidad no saturada que evitan el delirio de que cada trama fuera un objeto de estudio absolutamente distinto.

La metáfora de la trama permite entender mejor por qué la inconmensurabilidad de enfoques en historia está sujeta a la misma indeterminación que la propia historia y, por tanto, permite progresos epistémicos de importancia. La razón de que haya “avances” en historiografía es justamente la posibilidad de transformar el objeto de estudio a medida que se discute sobre él, a medida que se investiga cada vez con más profundidad lo ocurrido. La profundizacion en la comprensión del pasado puede llevar a que aquello que formaba parte del contexto de normalidad se convierta en parte de la trama o, sencillamente, a tener que abandonar ese enfoque en aras de otro en el que los hechos que el historiador había desgajado se vuelvan comprensibles. Típicamente uno de los mayores avances de la escuela de Annales fue liberar a la historia del enfoque propio de las fuentes122. Así, la relevancia de los hechos recortados en ciertas tramas varió considerablemente e incluso surgieron puntos de vista alternativos más fructíferos para explicar los hechos recortados en las antiguas tramas, muy dedicadas al espectro político. En realidad, la comprensión cotidiana de ciertos acontecimientos que nos rodean también está sujeta a esta labor crítica. Así, por poner un ejemplo muy claro, cuando se produjeron las crisis bursátiles de Extremo Oriente y Brasil la prensa económica convencional sólo pudo hablar de “histeria colectiva”. Lo cierto es que el pánico bursátil existe y juega un papel importante a la hora de fomentar la aparición de profecías autocumplidas. Pero tal vez se pueda investigar mejor; es posible recurrir a un marco espacio-temporal más amplio, es decir, adoptar como objeto de estudio el propio trasfondo de normalidad de las crisis (el marco de la libre circulación de capitales a partir de los años ochenta), recurrir al trasfondo de normalidad de este último (el mercado mundial tras la crisis del petróleo) o incluso recurrir a otro tipo de trama como la historia de la asimetría entre capital financiero y productivo a lo largo del siglo XX. La trama como objeto de estudio de la historiografía debe ser comprendida en el contexto de una tradición de investigación que la va transformando materialmente mediante una mejor comprensión de los hechos reales que recorta y sus relaciones con otros objetos de estudio. Esta mejora incluso llega a propiciar su abandono por otros objetos de estudio sin duda adyacentes pero más fructíferos: aunque depurásemos de todos sus errores materiales la Roma de Gibbon hoy seguiría sin ser un tema de estudio aceptable como sí lo es, por ejemplo, el cultivo de cereal en las colonias romanas en África o el vocabulario de las meretrices en la Roma de Nerón.

Aunque, en realidad, esto es tergiversar las cosas pues fue limpiando de errores la Roma de Gibbon como dejó de ser interesante. Lo que esto significa, en resumidas cuentas, es que por la misma razón que no se puede establecer un criterio estable para los parecidos de familia tampoco hay por qué mantener las diferencias de familia. Podemos medir cráneos y lunares, comparar colores de ojo y cabello, indagar sobre el carácter. Desde luego, en cierto sentido no habremos avanzado mucho, los parecidos de familia que establezcamos tras todas nuestras investigaciones no serán más fijos que antes, serán igual de polémicos y nuestra tía podrá empecinarse en que las dos micras de diferencia de un lunar hacen que mi prima y yo seamos “iguales”, como antes decía que teníamos los mismos ojos123. Pero en otro sentido hay una enorme distancia, la que separa el conocimiento de la ignorancia. Lo que separa unos parecidos de otros no es la índole polémica y dudosa de unos y el carácter inconmovible y cierto de otros sino el abismo del conocimiento.

Causalidad

De algún modo la noción de trama como metáfora del objeto de estudio parece poner en entredicho la aplicación de una noción rigurosa de causalidad en historia. Tanto la trama como la idea de narratividad pretenden hacer hincapié en la especificidad de las conexiones que saca a la luz la investigación histórica, ¿cómo hablar de causalidad una vez que aceptamos el escaso peso de la generalidad?:

Obsérvese que la objeción que hace Veyne a la causalidad en historia es muy similar a la objeción humeana a la causalidad en general: de los objetos no se derivan sus relaciones. En todo caso, parece decir Veyne, cabe hablar de causalidad allí donde se comprueba una gran regularidad en la conexión entre sistemas de fenómenos, una regularidad que permite hablar metafóricamente de un conocimiento legaliforme de la naturaleza. Pero “explicar” la causa de un acontecimiento histórico es sólo narrarlo de otro modo, no aparece ningún nexo lógico de por medio. Cuando Veyne habla de causalidad hace alusión a una asimetría entre la ley y los acontecimientos que subsume y no a una sucesión de acontecimientos: es decir, la ley haría explícita la relación que une dos objetos. Dado que en historia ni hay leyes ni las puede haber, sólo operaría una “causalidad sublunar”125 no legaliforme. El argumento de Veyne tiene más fuerza de lo que a primera vista puede parecer. No se trata sólo de proponer una restricción en el uso de la voz “causa”, como si Newton hubiese demostrado que los hombres siempre habían usado mal el término. Evidentemente podemos seguir usando la palabra causa en nuestra vida cotidiana siempre que no pretendamos establecer ninguna ley.

El punto central de la argumentación de Veyne es que ninguna secuencia narrativa es susceptible de generalización ya que en historia lo que interesa son los acontecimientos concretos y no los universales. Por tanto, incluso en el caso de que sean fenómenos de larga duración nos interesarán como secuencias específicas y no como ley que subsume distintos casos.

Esto es muy importante pues significa que, haya o no auténticas leyes que afecten al dominio epistémico que estudia la historia, estas pueden ser ineficaces respecto a la tarea específica del historiador. Esa era justamente la cuestión que nos planteábamos al principio respecto a la relación entre teoría e historia.

No obstante, antes de abordar directamente este asunto hay que cuestionar la distinción que hace Veyne entre causalidad supralunar (o teórica) y causalidad sublunar (o cotidiana). Resulta curioso como puede estar operando aquí lo que Stove ha calificado como “deductivismo” escéptico deudor de las tesis humeanas más radicales127. ¿No estará cometiendo ese mismo error Veyne? ¿No exigirá demasiado a la explicación? Lo cierto es que, al menos desde cierto punto de vista, así es. La característica típica de la tradición escéptica anti-racionalista –en la línea de Hume, Popper o Veyne– es tomar como medida del conocimiento sólo cierto tipo de saber matemáticamente ideal y no la ignorancia cotidiana. Si esto ya es importante en física lo es mucho más en historia por la sencilla razón de que es un tipo de conocimiento inseguro y aproximado.

Para comprender esto hay que entender que lo relevante en la afirmación de la causalidad

legaliforme es cierto desnivel epistémico entre la ley-causa y los fenómenos-efecto que aquella subsume. Lo significativo de esta asimetría es que respeta la objeción de Hume respecto al non sequitur de las relaciones a partir de los objetos, ya que no obliga a pronunciarse sobre la naturaleza (convencional o no) de la propia relación. Creo que, en muchas ocasiones, en historiografía se da una asimetría epistémica análoga (aunque no legaliforme) que hace legítimo utilizar la noción de causa en un sentido no trivial. Dicho de otro modo, aún antes de examinar los problemas que plantea la noción de causa humeana que utiliza Veyne, hay que decir que prima facie existen usos de causa legítimos en historiografía; ciertos acontecimientos-causa son de distinto nivel que otros acontecimientos efectos.

En la tradición metafísica clásica esa asimetría dependía de la existencia de distintos géneros ontológicos que concluían en la especie ínfima, el individuo plenamente identificado. Así, según el célebre ejemplo de Aristóteles, es necesario que Corisco muera (ya que Corisco es un hombre y necesariamente mortal) pero cómo y cuando morirá es finalmente accidental. En un caso opera una causa abstracta, en otro una causa pertinente y concreta. Para Aristóteles esa concreción implica una accidentalidad que no es gnoseológicamente relativa respecto de la necesidad de la mortalidad del hombre (o sea no es una función de nuestra ignorancia). Se puede reconstruir la forma en que Corisco llega a morir pero se llega a un punto en el que no se puede ir más allá y sólo cabe hablar de “libertad” en el hombre o de “azar” en el caso de la naturaleza. La lectura contemporánea de esta idea sólo puede ser interpretada en los términos, ya planteados, de contexto de normalidad-anécdota. El historiador elige libremente –sin ninguna constricción por parte de los hechos reales– un objeto de estudio. Nuestro reconocimiento de la especificidad de ese acontecimiento deriva de que este se recorta sobre un trasfondo de normalidad y del conjunto de fenómenos triviales que lo circundan. Veyne, como mostraba su última cita, reconoce la importancia del contexto a la hora de establecer la especificidad de un acontecimiento pero afirma justamente que esto obliga a negar la validez de la causalidad en historia. El contexto es justamente aquello que no da cuenta de la concreción del objeto de estudio aunque todo objeto de estudio concreto lo presuponga. Frente a esta tesis, en las páginas que siguen intentaré demostrar dos afirmaciones básicas:

a) En ocasiones (aunque ni mucho menos siempre) el contexto es fundamental para dar cuenta de la especificidad de una trama. Esto ocurre justamente cuando determinada elección del objeto de estudio –ya sea por razones intelectuales o ideológicas– deja muchos aspectos oscuros que otra trama distinta permite explicar mejor.

b) De ninguna ley se deduce la especificidad de un acontecimiento (a no ser que consideremos que los teoremas son acontecimientos). La explicación de un fenómeno concreto siempre requiere argumentos concretos –derivados o no de leyes generales– que expliquen la diferencia que establece respecto a cierto trasfondo de normalidad. De la diferencia entre conocimientos teóricos y cotidianos no se sigue una distinción entre causalidad teórica o legaliforme y causalidad sublunar o cotidiana.

La tesis a) se basa en el reconocimiento de la distinción fundamental entre hechos y causas

y, por tanto, en la posibilidad de asimilar causa a explicación. Puede que en historia explicar algo sea sólo narrarlo de otro modo pero si la diferencia entre una y otra narración es epistémicamente relevante, es aceptable caracterizar esa distancia relativa en términos causales. Kuhn, citando a Piaget, ha resaltado este aspecto con gran agudeza. Se trata de un lugar común epistemológico particularmente evidente pero, tal vez justamente por eso, a menudo se olvida y da pie a numerosos malentendidos:

Creo que es cierto que este tipo de explicaciones causales no son frecuentes en las investigaciones históricas tomadas de una en una. En cambio, son muy habituales si consideramos una tradición de investigación más amplia sobre un mismo asunto. Aunque cada monografía o artículo se ocupe sólo de la narración de un conjunto de fenómenos relacionados, las variaciones de enfoque que dan pie a las distintos puntos de vista sobre esos fenómenos presuponen un tipo de pregunta eminentemente causal. Es decir, muchas de las veces en las que un historiador propone una interpretación distinta de ciertos hechos antes estudiados pone en juego un tipo de explicación claramente causal. Por supuesto, no es que la estructura causal de algunos argumentos históricos se derive de su índole polémica sino que es en la polémica donde mejor se observa ese aspecto causal.

Por otro lado, Veyne decía, como veíamos antes, que las regularidades o esquemas que forman el contexto es justamente lo que no se estudia en historia. Pues bien, cabe hablar de “causa” en historia cuando, pese a todo, nos vemos obligados a hablar de dichos esquemas, a replantearnos su nivel de generalidad y su naturaleza para esclarecer el objeto de estudio que en realidad nos habíamos propuesto estudiar. La causalidad es una función de la ignorancia, como tantas veces se ha señalado. Es literalmente una pregunta (más bien perpleja) por el “¿por qué?”

Sin embargo, es difícil dar razones de peso a favor de estas explicaciones a excepción de su mayor poder explicativo. E incluso eso no obsta para que se pueda plantear objeciones importantes a estos enfoques, casi siempre derivadas de su excesiva extensión. Por eso también es “legítimo” quedarse en un sistema de normalidad anterior y negarse a ver causas por encima de él que permitan una nueva narración de los acontecimientos. Este es el cas de Paul Krugman que, pese a reconocer que en el momento de la crisis asiática se hizo un análisis radicalmente erróneo de su naturaleza, ni siquiera toma en cuenta la posibilidad de recurrir a un instrumental teórico distinto135. Así, resulta significativo la cantidad de veces que escribe el adverbio “milagrosamente” respecto a procesos anormales desde el punto de vista de la economía convencional, o la cantidad de acontecimientos que en su opinión “aún no hemos comprendido muy bien”. La cuestión es que esos procesos y esos acontecimientos son sin lugar a dudas los más significativos de la historia del capitalismo y aquellos que la historia económica marxista mejor ha conseguido explicar. Tal vez sea un tanto injusto pero da la impresión de que la negativa de Krugman a considerar contextos más amplios que el de la propia crisis tiene mucho de ideológico, pues deriva de una aceptación de las formas económicas capitalistas como únicas posibles, dotadas de una naturalidad que aborta cualquier explicación que no respete la estabilidad de ese marco de normalidad.

En cierto sentido no deja de ser verdad que en historia sólo hay causalidad cuando opera un agente natural externo (por ejemplo un terremoto) pero lo que nuestro ejemplo anterior sugería es que, hasta donde nosotros sabemos, ciertos fenómenos interrelacionados (esto es, ciertas tramas libremente escogidas por el historiador) actúan como terremotos o como ecosistemas respecto a otras. El problema, evidentemente, es que de hecho no son fenómenos externos y por tanto todo se debe a una inconsistencia gnoseológica irreductible ya que no existe la supernarración total. En el contexto de los conocimientos cotidianos llamamos causa (o libertad, según se mire) a esa inconsistencia, a ese desnivel entre dos sistemas fenoménicos que expresa la pregunta por el “por qué”. De todos modos es cierto que en historiografía explicar por qué ocurrió algo no es de ningún modo explicar qué ocurrió, como en apariencia ocurre cuando hay leyes generales. La segunda de las tesis que, como anunciábamos al principio de esta sección, pretendemos establecer aquí afirma que la situación de la historiografía es general. Un ejemplo historiográfico típico es el análisis marxista de las causas de la segunda guerra mundial. En esta interpretación se suele recurrir –de nuevo, resumo de un modo caricaturesco y con toda probabilidad ficticio– a un nivel narrativo distinto del ámbito diplomático-militar vinculado al sistema económico-político. Una posible respuesta de los historiadores no marxistas es que cuando se dice que las causas de la segunda guerra mundial fueron ciertos ciclos económicos, en realidad, la trama estudiada es la de dichos ciclos en los que la guerra es uno de los hechos relevantes a narrar. Así, para los marxistas la guerra sería una especie de solución keynesiana bastante grosera aunque eficaz a la crisis económica de los años treinta.

Evidentemente esto no deja de ser cierto pero no lo es menos que, en algún sentido, sabemos algo más al modo marxista que cuando decimos que la causa de la guerra fue la invasión de Polonia. También se puede responder a esto diciendo que, en realidad, la invasión de Polonia no es la causa de la guerra sino su principio y que, en general, en historia no tiene sentido hablar de causas. De nuevo los marxistas podrían afirmar que, en ese caso, el principio de la guerra fueron ciertas crisis económico-políticas de largo alcance y que justamente llamamos causa a la diferencia gnoseológica entre la reconstrucción general de esta crisis y la guerra que se inicia con la invasión de Polonia. Creo que es obvio que ese plus epistémico no es suficiente como para que deje de interesarnos una historia detallada del sistema de trincheras alemanas en Normandía que, obviamente, no se deduce de la crisis del patrón oro, pero sí introduce la conciencia de que existe la posibilidad de estudiar otra trama cercana en la que el contexto de paz que presupone el estudio de una guerra queda difuminado de modo que la causa anterior (la invasión de Polonia) pasa a formar parte de una nueva narración.

¿En qué sentido se puede decir que esta noción contextual de causa no es peculiar de la historiografía sino que afecta a muchas otras formas de explicación? La cosa tiene su enjundia pues Veyne acepta que en historia opera una causalidad “sublunar”; la cuestión es que el valor de ese tipo de causalidad parece, en su interpretación, despreciable. Y, en efecto, la validez de un concepto de causa operativo en historia tiene que ver con su homogeneidad respecto de una noción más general. Para hacerme cargo de este asunto recurriré al análisis que hace Mcintyre del concepto de causa desde un punto de vista opuesto al que pone en juego Hume. Tradicionalmente quienes han defendido la causalidad histórica lo hacían para afirmar, al menos implícitamente, la existencia de leyes en el tipo de conocimientos que sacan a la luz los historiadores. En cambio, lo que aquí intento plantear es la posibilidad de discernir entre distintas explicaciones históricas no en virtud de su mayor adecuación inmediata a un objeto real siempre indefinido sino por su mayor capacidad epistémico mediata o relativa (más adelante, trataré de aclarar cuál es el lugar de la adecuación en historia).

Por supuesto este pluralismo equivale de hecho a una negación de la eficacia del concepto de causa en historiografía, tal y como Veyne expresaba con mucha más coherencia. Desde luego, sería absurdo negar la existencia de muy diversos factores en la constitución específica de un acontecimiento en concreto pero, como apuntábamos antes, lo que se discute aquí y lo que permite hablar de explicación y de causa es la posibilidad de establecer alguno o algunos de esos factores como principales. En cambio, explica Mcintyre, el hecho de que en historia no haya leyes generales lleva a muchos a creer que no hay la menor jerarquía entre causas y “la innovación de algún nuevo tipo de causa rara vez se hace en detrimento del surtido de causas existentes. En las versiones pluralistas los hábitos de aseo de Lutero comparecen fácilmente al lado del capitalismo como una causa de la Reforma”.

De este modo, al desvincular el conocimiento de causas particulares del conocimiento de generalizaciones, damos un gran paso para aceptar los distintos grados de exactitud con que podemos conocer distintos conjuntos de fenómenos sin caer en el escepticismo típico tanto de los pluralistas causales como de quienes afirman la ineficacia de la noción de causa en historia. En efecto, en historia surgen muchas conexiones causales concretas pero no generalizaciones legaliformes, eso quiere decir que en historia no hay inducción matemática (o sea, deducción) pero no que no sirva el concepto de causa pues, por mucho que las teorías sean deductivas, las explicaciones causales nunca lo son (o al menos nunca lo son totalmente). Si bien hay una diferencia esencial entre el conocimiento que tenemos de la historia y el conocimiento que tenemos de la naturaleza, la diferencia en cuanto al tipo de explicación causal que entra en juego en cada conocimiento sólo lo es de grado ya que las explicaciones tienen que ver con fenómenos concretos. Dicho de otro modo: en historia, la probabilidad con la que se puede afirmar un causa es mucho menor que en física justamente por las características narrativas del conocimiento histórico y no por las peculiaridades de una presunta causalidad histórica.

En realidad, la exigencia por parte de los humeanos de generalizaciones para reconocer la existencia de causas es una forma de negar que haya en absoluto causas como, por otra parte, Russell afirmó a las claras. Del mismo modo, una de las bases del modelo de Popper, si no su característica principal, es que ningún procedimiento inductivo basta para establecer una generalización válida. El escepticismo, por tanto, se traslada a la verificación de la generalización en vez de afirmarse directamente de la incongruencia de la noción de causa como en Hume pero, en esencia, se basa en un deductivismo muy similar. Para Mcintyre, por el contrario, identificar una causa no es por regla general identificar una condición necesaria y suficiente, ya que el hecho de que una causa produzca un efecto determinado nada dice sobre cómo puede producirse en general este efecto.

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